En los inmensos días de verano de nuestra infancia de hace unas décadas, en la televisión en blanco y negro nos acompañaba un microprograma que se llamaba “Las manos mágicas” y que irrumpía en un horario incierto. Así, inesperadamente, comenzaba la melodía de la cortina musical y el breve show que, con solo dos manos y algunos pocos elementos, nos mantenía expectantes tratando de develar el enigma de cómo sucedía algo evidente sin que nosotros nos diéramos cuenta. ¿Cómo eran posibles esos trucos? Las neurociencias abordan también el arte de la magia. Sobre todo, porque permite comprender funciones fundamentales para el ser humano, como la percepción y la atención, que están íntimamente relacionadas con la ilusión mágica. El cerebro, en tanto sistema de procesamiento de información, tiene capacidades limitadas. Los seres humanos solo podemos centrar nuestra atención en una cosa por vez y todo lo que no es relevante para la tarea que estamos llevando a cabo se pone en segundo plano o directamente se ignora. Es decir, cuando estamos ante dos fuentes de información suficientemente complejas, la eficiencia de una decae frente a la otra. La magia no solo hace uso de funciones psicológicas y biológicas, sino que también utiliza recursos que provienen de nuestro ser social, como la atención conjunta, que hace que nos centremos en las mismas cosas en las que las otras personas se fijan. Los magos juegan orientando nuestra percepción hacia donde les resulte conveniente para que el resto pase inadvertido. Las manos son un blanco frecuente de nuestra atención y sus movimientos son fundamentales en la comunicación. Es por ello que investigadores afirman que hay áreas de nuestro sistema visual que se dirigen preferentemente hacia ellas. El humor y los relatos de anécdotas o historias suelen acompañar las actuaciones de magia y ayudan también a desviar la atención de la clave del truco. Otro fenómeno aprovechado por los magos e ilusionistas es la ceguera al cambio, que hace que fracasemos en detectar modificaciones en escenas consecutivas. El cerebro no registra y procesa todos los detalles de una escena visual, sino que genera una reconstrucción a partir de una parte de esa información. Cuando se introduce un cambio en esa escena y nuestra atención estaba enfocada en otra cosa, es muy probable que ese cambio pase inadvertido. El final de cada capítulo de “Las manos mágicas” ofrecía la explicación de cómo se había logrado el truco. Cuando lo mirábamos de niños siempre aparecía ese alivio de la curiosidad, pero también de melancolía por el fin de la inocencia: esa sensación de que a fin de cuentas la ilusión, quizás, no era más que un truco.